jueves, 18 de junio de 2009

viernes, 22 de mayo de 2009

Ontología de la Imagen Fotográfica de André Bazin

Con toda probabilidad, un psicoanálisis de las artes plásticas tendría que considerar el embalsamamiento como un hecho fundamental en su génesis. Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el “complejo” de la momia. La religión egipcia, polarizada en su lucha contra la muerte, hacía depender la supervivencia de la perennidad material del cuerpo, con lo que satisfacía una necesidad fundamental de la psicología humana: escapar a la inexorabilidad del tiempo. La muerte no es más que la victoria del tiempo. Y fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser, supone sacarlo de la corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida. Para la mentalidad egipcia esto se conseguía salvando las apariencias mismas del cadáver, salvando su carne y sus huesos. La primera estatua egipcia es la momia de un hombre conservado y petrificado en un bloque de carbonato de sosa. Pero las pirámides y el laberinto de corredores no eran garantía suficiente contra una eventual violación del sepulcro; se hacía necesario adoptar además otras precauciones previniendo cualquier eventualidad, multiplicando las posibilidades de permanencia. Se colocaban por eso cerca del sarcófago, además del trigo destinado al alimento del difunto, unas cuantas estatuillas de barro, a manera de momias de repuesto, capaces de reemplazar al cuerpo en el caso de que fuera destruido. Se descubre así, era sus orígenes religiosos, la función primordial de la escultura: salvar al ser por las apariencias. Y sin duda puede también considerarse como otro aspecto de la misma idea, orientada hacia la efectividad de la caza, el oso de arcilla acribillado a flechazos de las cavernas prehistóricas, sustitutivo mágico, identificado con la flora viva.

No es difícil comprender cómo Ia evolución paralela del arte y de Ia civilización ha separado a las artes plásticas de sus funciones mágicas (Luis XIV no se hace ya embalsamar: se contenta con un retrato pintado por Lebrum). Pero esa evolución no podía hacer otra cosa que sublimar, a través de la lógica, Ia necesidad incoercible de exorcizar el tiempo. No se cree ya en Ia identidad ontológica entre modelo y retrato, pero se admite que esto no ayuda a acordarnos de aquel y a salvarlo, por tanto, de una segunda muerte espiritual. La fabricación de Ia imagen se ha librado incluso de todo utilitarismo antropocéntrico. No se trata ya de la supervivencia del hombre, sino — de una manera más general - de la creación de un universo ideal en el que la imagen de Io real alcanza un destino temporal autónomo. ¡“Qué vanidad Ia de Ia pintura” si no se descubre bajo nuestra absurda admiración la necesidad primitiva de superar el tiempo gracias a Ia perennidad de Ia forma!. Si Ia historia de las artes plásticas no se limita a Ia estética sino que se entronca con Ia psicología, es preciso reconocer que está esencialmente unida a Ia cuestión de Ia semejanza o, si se prefiere, del realismo.

La fotografía y el cine situados en estas, perspectivas sociológicas, explicarían con Ia mayor sencillez Ia gran crisis espiritual y técnica de Ia pintura moderna que comienza hacia la mitad del siglo pasado.

En su artículo de “Verve”, Andre Malraux escribía que “el cine no es más que el aspecto más desarrollado del realismo plástico que comenzó con el Renacimiento y encontró su expresión límite en Ia pintura barroca”.

Es cierto que Ia pintura universal había utilizado formulas equilibradas entre el simbolismo y el realismo de las formas pero en el siglo xv Ia pintura occidental comenzó a despreocuparse de la expresión de una realidad espiritual con medios autónomos, para tender a la imitación más o menos completa del mundo exterior. El acontecimiento decisivo fue sin duda Ia invención de Ia perspectiva: un sistema científico y también —en cierta manera— mecánico (la cámara oscura de Vinci prefiguraba la de Niepce), que permitía al artista crear Ia ilusión de un espacio con tres dimensiones donde los objetos pueden situarse como en nuestra percepción directa.

A partir de entonces la pintura se encontró dividida entre dos aspiraciones: una propiamente estética —la expresión de realidades espirituales donde el modelo queda trascendido por el simbolismo de las formas— y otra que no es más que un deseo totalmente psicológico de reemplazar el mundo exterior por su doble. Esta última tendencia que crecía tan rápidamente como iba siendo satisfecha, devoró poco a poco las artes plásticas. Sin embargo, como la perspectiva había resuelto el problema de las formas pero no el del movimiento, el realismo tenía que prolongarse de una manera natural mediante una búsqueda de Ia expresión dramática instantaneizada, a manera de cuarta dimensión psíquica, capaz de sugerir Ia vida en Ia inmovilidad torturada del arte barroco .

Es cierto que los grandes artistas han realizado siempre la síntesis de estas dos tendencias: las han jerarquizado, dominando Ia realidad y reabsorbiéndola en el arte. Pero también sigue siendo cierto que nos encontramos ante dos fenómenos esencialmente diferentes que una crítica objetiva tiene que saber disociar para entender la evolución de la pintura. Lo que podríamos llamar Ia “necesidad de la ilusión” no ha dejado de minar la pintura desde el siglo xv. Necesidad completamente ajena a Ia estética, y cuyo origen habría que buscarlo en la mentalidad mágica: y necesidad, sin embargo, efectiva, cuya atracción ha desorganizado profundamente el equilibrio de Ias artes plásticas.

El conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de Ia confusión entre Ia estético y Ia psicológico, entre el verdadero realismo, que entraña Ia necesidad de expresar a Ia vez la significación concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo que se satisface con Ia ilusión de Ias formas .

Así se entiende por qué el arte medieval, por ejemplo, no ha padecido este conflicto; siendo a la vez violentamente realista y altamente espiritual, ignoraba el drama que, las posibilidades técnicas han puesto de manifiesto. La perspectiva ha sido el pecado original de Ia pintura occidental.

Niepce y Lumière han sido por el contrario sus redentores. La fotografía, poniendo punto final al barroco, ha librado a las artes plásticas de su obsesión por Ia semejanza Porque la pintura se esforzaba en vano por crear una ilusión y esta ilusión era suficiente en arte; mientras que Ia fotografía y el cine son invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma Ia obsesión del realismo. Por muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una subjetivización inevitable. Quedaba siempre Ia duda de Io que Ia imagen debía a la presencia del hombre. De ahí que el fenómeno esencial en el paso de la pintura barroca a la fotografía, no reside en un simple perfeccionamiento material (Ia fotografía continuará siendo durante mucho tiempo inferior a la pintura en Ia imitación de los colores), sino en un hecho psicológico: Ia satisfacción completa de nuestro deseo de semejanza por una reproducción mecánica de la que el hombre queda excluido. La solución no estaba tanto en el resultado como en Ia génesis .

De ahí que el conflicto entre el estilo y Ia semejanza sea un fenómeno relativamente moderno y del que apenas se encuentran indicios antes de Ia invención de la placa sensible. Vemos con claridad que la fascinante objetividad de Chardin no es en absoluto Ia del fotógrafo. Es en el siglo XIX cuando comienza verdaderamente Ia crisis del realismo, cuyo mito es actualmente Picasso y que pondrá en entredicho tanto las condiciones de la existencia misma de Ias artes plásticas como sus fundamentos sociológicos. Liberado del complejo del “parecido”, el pintor moderno abandona el realismo a Ia masa que en lo sucesivo lo identifica por una parte con Ia fotografía y por otra con Ia pintura que sigue ocupándose de él.

La originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su esencial objetividad. Tanto es así que el conjunto de lentes que en Ia cámara sustituye aI ojo humano recibe precisamente el nombre de “objetivo”. Por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. Por vez primera una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre, según un determinismo riguroso. La personalidad del fotógrafo solo entra en juego en lo que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que el pintor. Todas las artes están fundadas en Ia presencia del hombre, tan solo en la fotografía gozamos de su ausencia. La fotografía obra sobre nosotros como fenómeno “natural”, como una flor o un cristal de nieve en donde Ia belleza el inseparable del origen vegetal a telúrico.

Esta génesis automática ha trastrocado radicalmente la psicología de Ia imagen. La objetividad de la fotografía Ie da una potencia de credibilidad ausente de toda obra pictórica. Sean cuales fueren las objeciones de nuestro espíritu crítico nos vemos obligados a creer en Ia existencia del objeto representado, re-presentado efectivamente, es decir, hecho presente en el tiempo y en el espacio. La fotografía se beneficia con una transfusión de realidad de la cosa a su reproducción . Un dibujo absolutamente fiel podrá quizá darnos más indicaciones acerca del modelo, pero no poseerá jamás, a pesar de nuestro espíritu crítico, el poder irracional de Ia fotografía que nos obliga a creer en ella.

La pintura se convierte así en una técnica inferior en lo que a semejanza se refiere. Tan solo el objetivo satisface plenamente nuestros deseos inconscientes; en Iugar de un calco aproximado nos da el objeto mismo, pero liberado de las contingencias temporales. La imagen puede ser borrosa, estar deformada, descolorida, no tener valor documental; sin embargo, procede siempre por su génesis de Ia ontología del modelo. De ahí el encanto de las fotografías de los álbumes familiares. Esas sombras grises o de color sepia, fantasmagóricas, casi ilegibles, no son ya los tradicionales retratos de familia, sino Ia presencia turbadora de vidas detenidas en su duración, liberadas de su destino, no por el prestigio del arte, sino en virtud de una mecánica impasible; porque Ia fotografía no crea —como el arte— Ia eternidad, sino que embalsama el tiempo; se limita a sustraerlo a su propia corrupción.

En esta perspectiva, el cine se nos muestra como Ia realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. El film no se limita a conservarnos el objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos de una era remota; sino que libera al arte barroco de su catalepsia convulsiva. Por vez primera la imagen de Ias cosas el también Ia de su duración: algo así como Ia momificación del cambio.

Las categorías de Ia semejanza que especifican Ia imagen fotográfica determinan también su estética con relación a Ia pintura. Las virtualidades estéticas de Ia fotografía residen en su poder de revelarnos lo real. No depende ya de mí el distinguir en el tejido del mundo exterior el reflejo en una acera mojada, el gesto de un niño; solo Ia impasibiIidad del objetivo, despojando aI objeto de hábitos y prejuicios, de toda Ia mugre espiritual que Ie añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor. En Ia fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos a no podíamos ver, la naturaleza hace algo más que imitar al arte: imita al artista.

Puede incluso sobrepasarle en su poder creador. El universo estético del pintor es siempre heterogéneo con relación al universo que Ie rodea. El cuadro encierra un microcosmos sustancial y esencialmente diferente. La existencia del objeto fotografiado participa por el contrario de la existencia del modelo como una huella digital. Por ello se uno realmente a Ia creación natural en lugar de sustituirla por otra distinta.

El surrealismo Ia había intuido cuando utilizó Ia gelatina de la placa sensible para engendrar su tetratología plástica. Y es que para el surrealismo el fin estético es inseparable de Ia eficacia mecánica de Ia imagen sobre nuestro espíritu. La distinción Iógica entre Io imaginario y Ia real tiende a desaparecer. Toda imagen debe ser sentida como objeto y todo objeto como imagen. La fotografía representaba por tanto una técnica privilegiada de Ia creación surrealista, ya que da origen a una imagen que participa de la naturaleza: crea una alucinación verdadera. La utilización de Ia ilusión óptica y Ia precisión meticulosa de los detalles en Ia pintura surrealista vienen a confirmarlo.

La fotografía se nos aparece así como el acontecimiento más importante de Ia historia de las artes plásticas. Siendo a Ia vez una liberación y una culminación, ha permitido a Ia pintura occidental liberarse definitivamente de la obsesión realista y recobrar su autonomía estética. El realismo impresionista a pesar de sus coartadas científicas, es Io más opuesto aI afán de reproducir las apariencias. El color tan solo podía devorar la forma si esta había dejado de tener importancia imitativa. Y, cuando, con Cézanne, la forma toma nuevamente posesión de la tela, no lo hará ya atendiendo a Ia geometría ilusionista de la perspectiva. La imagen mecánica, haciéndole una competencia que, más allá del parecido barroco, iba hasta Ia identidad con el modelo, obligó a la pintura a convertirse en objeto.

Desde ahora el juicio condenatorio de Pascal pierde su razón de ser, ya que Ia fotografía nos permite admirar en su reproducción el original que nuestros ojos no habrían sabido amar; y Ia pintura ha pasado a ser un puro objeto cuya razón de existir no es ya la referencia a Ia naturaleza.

Por otro parte, el cine es un lenguaje.



Fuente: Ontología y Lenguaje
Autor: Andre Bazin